Olmo: Rescatando el feel-good en el cine

Continuamos con las colaboraciones del camarada Andrés Garza, quien nos comparte críticas sobre próximos estrenos ya presentados en la edición 23 del FICM.

Puedes (o debes) seguir a Andrés tanto en Letterboxd como en X, así como dejar comentarios en este post. Toca el turno de revisar algo de cine mexicano con el regreso de Fernando Eimbcke. 



Lo primero que sorprende de Olmo es su ligereza. No es esa ligereza hueca e insatisfactoria del dramedy común de Sundance que parece fabricado en serie para ser simpático y quirky, sino una frescura genuina, un sentido del humor que no pretender ser oscuro, sino que en verdad buscar surgir de lugares muy incómodos pero reales, para ser genuino. Mantiene su distancia con lo empalagoso y con la estructura tradicional de las películas feel-good, y se limita a observar con profunda justicia a su pequeña familia disfuncional con empatía y severidad a la vez.

Olmo es un niño de 14 años que vive en Nuevo México con el resto de su familia: su mamá, su hermana mayor, y su papá, que es parapléjico, el cual carece de capacidad motriz del cuello para abajo. La historia nos es presentada cuando Olmo y su amigo son invitados a una fiesta por su hermosa vecina, de la cual nuestro personaje principal está completamente enamorado. Pero los problemas surgen: su mamá tiene que trabajar doble turno y su hermana saldrá con sus amigos. Por lo tanto, Olmo se tiene que quedar a cargo de su papá, a quien no soporta, y cuyo sentimiento es mutuo. De esta premisa se desprenden una serie de eventos que terminan guiando al protagonista a un pequeño viaje lleno de risas, decepciones y aprendizaje.

La nueva obra del director chilango Fernando Eimbcke se mueve con ritmo juguetón y a veces absurdo, como si estuviera improvisando su propio tono en la marcha, sin temor a la fantasía sutil cuando se amerite. Tampoco se achica frente al ridículo ni a lo vulgar, y eso hace la cinta profundamente honesta, porque no pierde energías en tratar de ser más dulce que agria en su tono, o en tener que reconciliar a los miembros de su familia constantemente para transmitir una supuesta tranquilidad. Eimbcke se encarga de disparar el cinismo hasta el cielo, sin la preocupación de ser demasiado cruel por momentos. Es así como Olmo (el personaje) puede llegar a ser ligeramente insoportable, pero esa es la verdadera gracia acá: ¿Qué niño adolescente al que lo único que le interesa es poder besar a su sexy vecina no es así? La misma lógica aplica a cada uno de los miembros del reparto, todos lejos de la perfección y lo redimible, ocasionalmente rozando la antipatía, pero siempre simpáticos y cercanos.




El director mexicano toma la acción deliberada de no juzgar a ninguno de sus personajes, ni tampoco busca clasificarlos por superioridad moral. El suelo lo pinta igual de bajo para los cuatro personajes de manera pareja. Los hace chocar y los observa, pero sobre todo, los entiende. Y ahí radica su mayor acierto: encontrar el amor familiar dentro de lo cruel. Lo gracia dentro de la pena. El desagrado se hace presente una y otra vez y a pesar de ello, logra encontrar su final y volviéndolo auténtico y lleno de cariño. Es un gesto profundamente humano, muy alejado de la condescendencia con la que tantas películas retratan a sus personajes “rotos”.

Sumado a su triunfo en este manejo de la comedia-tragedia, está la recreación súper efectiva de la nostalgia noventera chicana en cada rincón. Fernando construye una atmósfera que nunca se siente falsa, y constantemente inunda el cuadro con la vibra cool y nostálgica que se sabe adecuada para contar la historia de dos chavos que buscan a como dé lugar llegar a la fiesta prometida. Esta textura que le da calidez a todo el relato curiosamente contrata con la aciaga situación de esta familia. Pero el resto de los componentes de su vibra; los colores, la música, las transiciones, son acompañados por el humor. Un humor incómodo y con tintes oscuros, pero siempre simpaticón y hasta dulce por momentos.

Olmo no busca trascendencia, pero la alcanza gracias a su falta de pretensión, por una grandilocuencia agridulce sobre el poder del amor. Busca la representación de la culpa y del extraño cariño forzosamente absoluto hacia las personas con las que nos tocó compartir hogar. Se eleva por encima de las habituales y mediocrillas obras del subgénero gracias a su evidente madurez y autenticidad. Sin caer en sentimentalismos, el cuarto largometraje de Eimbcke hace, con humor y con un entendimiento muy fino, una pequeña fábula sin moraleja, más que, quizás, la de entender que, no importa si son tremendos hijxs de puta, la familia es la familia, y con esta nos tocó vivir.

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